Los minutos pasaban y me sentía triste, después se hicieron horas y con ella llegó el dolor, y pronto se hicieron días y con ellos toqué el sufrimiento, y al darme cuenta, eran meses acumulados en una enfermedad llamada depresión.
El tiempo seguía su marcha, y en mi agonía, la oscuridad ante un día soleado era una constante. Mi estado anímico cada vez era peor, no tenía ilusión por nada y me convertí en un ser autómata con la idea de que en algún momento me sentiría mejor.
Y la rutina me llevó de la mano, y la depresión me acompañó a distancia cercana, el desagrado aparecía a cada instante, y el insomnio me visitaba sin deseos de platicar.
Un año, dos, quizás hasta tres, es mejor no sumarlo. Y un buen día, creí que estaba curada cuando descubrí que volvía a sentir amor. Qué engaño el mío, porque solo curé los síntomas y mi mal se mantuvo dormido por algún tiempo.
Al encontrame otra vez sin amor y con ese dolor dentro de mi alma, volvió a mí y con mayor fuerza el enemigo magnificado y le quise nombrar Soledad.
Tenía que ser mujer para que me acompañara y tenía que ser dulce para mi agrado. Hermosa ella llegó conmigo, y para que la depresión no me atacara jugué el juego de la distracción: ejercicio, cine, lectura, alcohol y sexo ocasional.
Un mes, dos meses, tres, cuatro... un año... terapia necesaria... terapia obligatoria... terapia consciente.
Todo me llevó a una simple conclusión:
No fue el desamor, ni la rutina, ni la misma depresión que me hacían daño. Ni llamarla Soledad. Era YO que estaba sin... MI. Y Mi sin YO que me hacía vivir a la mitad de todo y a un paso de la nada.
Cuando estuve sin... Mi, sí que estuve sola.
D. Blue
miércoles, 24 de febrero de 2010
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